Fatigados y quemados
Los cristianos, cada vez más, estamos llamados a vivir nuestra condición de discípulos en ambientes y dinámicas laborales y sociales que se mueven en parámetros muy distintos de los evangélicos. Lejos pueden quedar ya las experiencias ilusionantes de contacto con Jesús. También pueden quedar diluidas el entusiasmo inicial de proyectos de renovación o transformación de nuestra vida o comunidades: solemos pensar: «un baño de realidad hace que maduremos y desdeñemos proyectos de la juventud, por utópicos e inmaduros». El día a día en la sociedad secularizada nos lleva a vivir el cortoplacismo y la acomodación de nuestras creencias y costumbres a las de la mayoría. El resultado puede ser un debilitamiento de la fe y una apatía crónica. ¿Cómo mantener viva la esperanza y la parresía del discipulado sin dar la espalda al mundo?
A la escucha de la Palabra
Apocalipsis, 2,1-6
Escribe al ángel de la iglesia de Éfeso: “Esto dice el que tiene en su mano derecha las siete estrellas y pasea en medio de los siete candelabros de oro:
«Conozco tus obras, tu esfuerzo y tu entereza. Sé que no puedes soportar a los malvados, que has puesto a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y los hallaste mentirosos. Tienes entereza y has sufrido por mi nombre sin claudicar. Pero he de echarte en cara que has dejado enfriar el amor primero. Recuerda, pues, de dónde has caído; cambia de actitud y vuelve a tu conducta primera. Si no lo haces, si no te conviertes, vendré a ti y arrancaré tu candelabro de su puesto. No obstante, tienes a tu favor que aborreces el proceder de los nicolaítas, como yo también lo aborrezco»”.Fiel a la identidad o aperturista al mundo
El pontificado del papa Francisco ha puesto sobre el candelero la cuestión de la autenticidad del seguimiento de Cristo y fidelidad a la Tradición. Una parte de la Iglesia recela del estilo de Francisco tildándolo de lejano a la dogmática católica, mientras que otra parte de la Iglesia opina que, precisamente, sus prioridades pastorales y la narrativa “laica” de abordarlas y fundamentarlas suponen una fidelidad profunda tanto a Dios como a la Iglesia y a la sociedad de nuestro tiempo. La tensión entre “identidad” y “aperturismo” ha existido desde el inicio de la Iglesia. Cuando los discípulos de Cristo empezaron a no proceder del ámbito judío, tanto la manera de seguir a Jesús como las costumbres derivadas empezaron a divergir. Unos, fundamentalmente los judeocristianos, apostaban por una prohibición férrea de prácticas ajenas al judaísmo; sin embargo, los gentiles eran más proclives a la asunción de costumbres seculares.
Tienes a tu favor que aborreces el proceder de los nicolaítas
El autor del libro del Apocalipsis dirige la primera de sus siete cartas a la comunidad cristiana de Éfeso. Esta Iglesia parece que tiende a mantener la identidad tradicional de la fe, dando la espalda a prácticas “seculares” consideradas idolátricas. En la carta se alaba esta actitud. Esto concuerda con la felicitación hecha en la misma epístola a la Iglesia de Éfeso por rechazar las prácticas de los nicolaítas quienes, por lo que desarrollaremos después, abogaban por lo contrario. Sin embargo, esta dinámica de mantenerse firmes en la fe ha provocado cansancio, desánimo y desazón. De ahí que sean invitados a recuperar el amor primero.
Nuevos enigmas de la Biblia 6
“¿Quiénes eran los misteriosos nicolaítas del Apocalipsis?”
¿Quiénes eran, pues, los nicolaítas, a quienes aborrecen los de Éfeso? Ariel Álvarez, en su obra Nuevos enigmas de la Biblia 6 nos ilumina sobre esta cuestión. A la luz de lo que se menciona en las cartas a Pérgamo (cf. Ap 2,12-17) y a Tiatira (cf. Ap 2,18-29), eran grupos cristianos esparcidos, principalmente, por las Iglesias de Asia Menor (actual Turquía) quienes, por su origen gentil, contemporizaban con las prácticas paganas, especialmente, comían carne sacrificada a los ídolos, acción que era considerada idolatría y fornicación, en la línea del pueblo adúltero presentado por los profetas (cf. Os 2,2). Esta confraternización con las costumbres paganas los llevaría a ser bien vistos por las autoridades imperiales e, incluso, a ocupar puestos de responsabilidad.
Esta élite social de nicolaítas contrastaría fuertemente con otros cristianos, parece que la mayoría, que se negaban a adoptar las costumbres idolátricas romanas. Se negaban a dar culto al emperador, a sus dioses y a probar alimento ofrecido a estos ídolos. Por ello, eran martirizados. De hecho, el libro del Apocalipsis se dirige a comunidades cristianas perseguidas a causa de su fe por el poder romano (probablemente en la época de Domiciano o de Trajano); de aquí, el profundo rechazo de “los cristianos de a pie” por la élite nicolaíta.
Otros grandes pecados se atribuyeron a los nicolaítas por algunos Padres antiguos: secta herética procedente del diácono Nicolás, entregados a la lujuria, tanto que ofrecían a sus propias mujeres, etc. Pero todo esto parecen exageraciones propias de la primera apologética cristiana que no encuentran fundamento en testimonios contemporáneos al escrito del Apocalipsis.Todo está permitido
Sin embargo, en un contexto de no persecución, la condena en otros escritos del Nuevo Testamento a la práctica de comer carne sacrificada a los ídolos no es tan rotunda. San Pablo, en la primera carta a los cristianos de Corinto, escrita unos 50 años antes que el Apocalipsis, ve con buenos ojos esta acción: “Comed de todo lo que se vende en el mercado, sin plantearos problemas de conciencia, porque del Señor es la tierra y todo lo que la habita” (1 Cor 10,26). También hay rastro de esto en los evangelios “No contamina a la persona lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella” (Mt 15,11).
Pablo, fariseo de origen, experimentó la gran supremacía del amor de Cristo, que supera a todo dios romano y trasciende la interpretación vacía de la ley judía, tanto, que llega a decir: “Los ídolos no son nada y no hay más que un Dios” (1 Cor 8,4). De ahí que, para quien vive en la gracia del Resucitado, ninguna comida le resulta impura.
Sin embargo, la lectura completa de la perícopa de Corintios nos orienta sobre el buen uso de esta “libertad” en Cristo: el respeto y el bien del prójimo. Es decir, si por la madurez de la propia fe se puede considerar correcta la contemporización con determinadas prácticas paganas, si esto escandaliza o causa dolor al hermano, es mejor no realizarlas (cf. 1 Cor 10,24-33).
Comentarios a 1 Cor 10,23-11,1; Hch 15,6-34
Pablo, pues, propone un principio superior a la propia libertad de conciencia: el bien para todos; en definitiva, el amor al otro, incluso por encima de mis propias convicciones, por muy acertadas que sean.
No obstante, Pablo era muy consciente del difícil equilibrio entre tendencias judaizantes (que restringían la gracia de Cristo) y prácticas paganas (que podían, incluso, llegar a difuminar y aletargar la fe en Jesús). En esta situación, se propone un segundo principio, junto al anterior: la búsqueda de la comunión en la fe, que se expresa en la comunión con la fe apostólica. Y es por ello que sabemos que Pablo y Bernabé llevaron a Jerusalén la problemática sobre qué le es permitido o no a los cristianos no judíos y la presentaron ante las cabezas de la Iglesia de Jerusalén: Santiago y Pedro, originándose la llamada “asamblea de Jerusalén” (cf. Hch 15,1-35), aunque en esta época tan temprana, aún no se dispensan de todas las obligaciones judías a los cristianos de origen gentil, precisamente para facilitar la convivencia entre cristianos provenientes del judaísmo y los provenientes del mundo no judío (para que los segundos no escandalizaran a los primeros).No nos cansemos de hacer el bien (Gál 6,9)
Recogiendo las ideas que hemos desarrollado anteriormente, nuestra Iglesia puede parecerse a la de Éfeso; es decir, podemos estar enfrascados en intentar ser fieles a discursos, argumentaciones, tradiciones y usos pasados que, si bien fueron expresión de un auténtico discipulado y vida eclesial, en la actualidad pueden suponer una carga pesada vacía de sentido evangélico, que nos canse, nos queme y nos seque.
Por otro lado, para contrarrestar estas tendencias, llamadas “de conservación”, podemos estar tentados, como los nicolaítas, de temporizar con todo lo secular, adaptando de tal manera nuestras creencias, prioridades y costumbres a nuestra sociedad que, si bien nos puedan reportar algún beneficio o privilegio, podemos estar descafeinando nuestra fe y causando una escisión y dolor en nuestros hermanos.
Ambas posturas tienen un denominador común: una carestía de diálogo y comunicación y un protagonismo casi absoluto de las propias convicciones. La consecuencia es un gran déficit de vida comunitaria, pérdida de alegría evangélica, falta de sensibilidad hacia los hermanos, especialmente hacia quienes piensan distinto unido a un exceso de celo en nuestras prácticas que provocaría un discipulado cansado y agotado.
En los apartados anteriores encontramos vías para superar esta dialéctica entre tradicionalismo y aperturismo y salir del denominador común. Se entrevé una primera vía: la construcción de la comunión desde el discernimiento compartido en el Espíritu. Así lo hicieron en la primera asamblea de Jerusalén: los cristianos no tuvieron miedo a poner entre paréntesis sus posicionamientos y someterlo todo al discernimiento de la comunidad, encabezada por Santiago. A esto nos invitaba el papa Francisco, especialmente en su carta introductoria al documento final del Sínodo sobre la sinodalidad.
A este diálogo compartido se une un segundo principio: mis opciones libres, que deben ser en tomada en conciencia, han de tener en cuenta un criterio mayor al de la licitud o no de lo decidido: el criterio de la oportunidad y conveniencia: algo lícito a los ojos de la fe puede no ser conveniente en aquellas ocasiones en que pueda causar dolor en nuestros hermanos con un recorrido de discipulado en el que han primado otros parámetros diferentes a los nuestros. Volviendo a las palabras de san Pablo: “«¡Todo está permitido!», pero no todo es conveniente. «¡Todo está permitido!», pero no todo edifica” (1 Cor 10,23).
En conclusión: la piedra angular para superar el cansancio es poner el “amor cristiano”, que es expresión del amor entre el Padre y el Hijo, en el núcleo de toda nuestra vida y de esta manera: “No nos cansemos de hacer el bien” (Gál 6,9) o como expresan las famosas palabras de san Agustín en sus homilías sobre el evangelio de san Juan: “Ama y haz lo que quieras”.